Basado en hechos imaginarios: octubre 2015

29 oct 2015

Escritura (III): El bloc de notas

La herramienta fundamental e imprescindible que todo escritor debería tener

Estaba jugueteando con Instagram cuando decidí hacer una foto de algo que siempre me acompaña: mi bloc de notas. En ese mismo momento me paré a pensar qué sería de mi sin él...

Me es imposible plantarme delante del siguiente párrafo de mi libro sin echar un vistazo a mi bloc de notas. Hay veces en las que está escondido debajo de los libros de la carrera, de alguna novela que estoy leyendo o de los calcetines que tengo pendientes de guardar en el cajón. Son esos momentos los que alteran mis nervios: cuando no puedo encontrar mis anotaciones.


¿Qué haría yo sin ti?

Un bloc de notas es el lugar donde plasmas las ideas que te vienen a la mente o donde imprimes la inspiración del momento. De ese mismo momento. No hay nada más frustrante que tener una buena idea y no saber dónde apuntarla. ¡Corres el riesgo de que se te olvide! La creatividad es un trabajo a jornada completa y no se detiene porque no estés preparado para recibirla. ¿Eres capaz de recordarlo todo cuando te sientas frente al teclado del ordenador?

Cierto es, no lo negaré, que tu teléfono móvil puede almacenar anotaciones; pero seamos honestos: no hay nada como el placer de abrir tu bloc y ser bombardeado por el medio centenar de oraciones que hay anotadas en tu libreta. Todas ellas son el resultado de la inspiración que has perdido apenas una hora después de anotarlas. Esa es la razón por la que todas tus ideas deben ser escritas, porque un libro no se escribe de una sentada y las anotaciones de tu blog son los huesos que mantienen en pie a tu novela.

¿Tu estudio te ha recompensado en el examen? Anota: "Tenemos la tranquilidad de que si nos esforzamos seremos recompensados". ¿Que un amigo cree que podrá recuperar a su novia? Anota: "La esperanza es destructiva". ¿Estabas perdido en un pasillo oscuro? Anota: "En medio de la oscuridad, ¿qué guía tu camino?". Y así, sucesivamente.

La inspiración es una amante fugaz, nos hace felices cuando llega y desdichados cuando nos abandona (esta se me acaba de ocurrir y la estoy anotando en mi bloc). La idea debe saltar de nuestra mente al papel, para que ahí fermente y repose, sea debidamente aliñada antes de añadirla a nuestra novela. 

También puede servirnos para almacenar ideas que todavía no sabemos donde incluir pero que sentimos que merecen la pena ser escritas eventualmente. El bloc de notas es nuestro cofre del tesoro que espera ser encontrado.

¿Qué opináis vosotros? ¿Es el bloc de notas tan fundamental como yo creo?


27 oct 2015

Reseña (V): El mundo de ayer

El autor y su obra



Stefan Zweig es el perfecto paradigma del hombre cultural europeo, producto del desarrollo de la industrialización y la aparición de las llamadas “buenas familias”. Viena imperial, año 1881. Judío de nacimiento y sentimiento, aunque no practicante, se crió entre la élite cultural vienesa y recibió una educación profesional y personal que le llevó a la cima de la cultura europea. Su admiración por los más ilustres literatos contemporáneos le condujo hacia su desarrollo literario en un afán, muy común entre los jóvenes de su ciudad, de querer compararse con ellos desde temprana edad.

Como ser sedentario de su Viena cultural, él mismo llegó a afirmar que no había salido del perímetro urbano de la ciudad hasta que no completó la escuela. Entre la seguridad de sus calles desarrolló su pasión literaria y su capacidad para impresionarse ante el más mínimo suceso que estuviese relacionado con la cima de la cultura. Hijo de una familia cosmopolita aprendió varios idiomas y una amplia visión sobre Europa como un todo que en el que tenían cabida las diversas cultural que lo componían. Europa no era sino una versión más amplia de su multicultural Austria-Hungría; un continente de cultura compartida donde todos tenían cabida.

Iniciada su vida universitaria se convirtió en un nómada cultural incapaz de fijar su residencia; circunstancia a la que contribuyó tanto su afán viajero como, tristemente, el ascenso del nacionalsocialismo que le obligó a abandonar su residencia de Salzburgo, a la que dedicó casi veinte años. Dedicando sus años académicos a la traducción de libros extranjeros entró en contacto con algunos de los artistas más relevantes de su tiempo. No en vano el subtítulo de la obra fue “memorias de un europeo”. La traducción de obras en idioma extranjero fue una de sus principales actividades y le permitió conocer mejor las culturas extranjeras, que él asimilaba como propias, sino descubrir autores extranjeros conocedores de la lengua alemana, como Romain Rolland. En esa Gran Europa conoció a personajes relevantes de la política, el arte y la ciencia. Individuos que apenas son unos pasajes en su obra pero a los que dota de un preciso carácter psicológico que se transmite de los amables ojos del autor al lector. Zweig es el hijo de la cultura europea, un hombre para el que la política no pareció tener relevancia en la vida hasta que afectó a la cultura y la mentalidad de esa Europa que él veía diversa mientras otros veían enfrentada. 

Practicando todas las artes de la palabra escrita tuvo vocación de poeta y dramaturgo, pero fue en la novela y en las obras biográficas donde terminó por destacar. El reconocimiento le llegó antes de la guerra, pero tuvo que esperar a que ésta acabara para obtener una verdadera fama. Son los años de la guerra los que destruyen su mundo y son los de entreguerras los que ven su mayor producción literaria. En la nueva y empequeñecida Austria será testigo del desarrollo de efímera oleada democrática que terminó por desembocar en las dictaduras y fascismos que controlaron la política de la Europa central y del este. Minucioso observador de los cambios y atemorizado por el futuro, perdida toda seguridad que había tenido antes de la guerra.

Declarado no ario y prohibida su obra en la lengua en la que fue escrita inició un nuevo pero forzoso viaje. Obligado a abandonar lo que él terminó llamando su hogar para vagar de nación en nación hasta acabar en Brasil, donde escribió, antes de suicidarse junto a su segunda esposa, la biografía de la generación que vio su mundo arder en las llamas del nacionalismo y la industrialización.

La obra sobre su vida

El contenido de El mundo de ayer es el retrato de la sociedad anterior a la Primera Guerra Mundial y en qué acabó derivando ese mundo conforme el tiempo y las nuevas corrientes políticas y sociales hacían pedazos ese mundo de seguridad en el que el autor creció. Es el testimonio del dramático y repentino cambio que sufrió el “mundo de la seguridad”. El relato de un hombre que, determinado a abandonar la vida, se convierte en narrador y testigo de un tiempo concreto que él transforma en excepcional.

La narración de sus años de juventud es la narración de ese mundo de ayer, donde él es el testigo-espectador, no el protagonista. Un simple actor situado en un lugar privilegiado desde el que poder contemplar su tiempo; con los ojos adecuados para enfocar la vida cultural de la élite vienesa. Los años de la juventud son los años de Viena, la capital multicutural resultado del inestable y rico agregado de naciones, etnias, idiomas y culturas en la que solo parecían importar la seguridad y la aparente estabilidad. El gigantes de pies de barro en el que su multiculturalidad era la argamasa que mantenía en funcionamiento un Imperio que empujado por las nuevas corrientes nacionalistas buscaba su identidad.

Dentro de ese mundo, Stefan Zweig es un hijo de familia privilegiada, judío por un accidente de nacimiento, quien por contagio de sus compañeros de escuela se vuelca en el mundo de la cultura con la pasión de quien desea saber todo sobre los maestros, pasados y presentes, y las estrellas del orbe literario. Son los atractivos culturales lo que seducen al joven Zweig, indiferente ante los deportes y otro tipo de actividades de ocio que no permiten su desarrollo intelectual. Indiferente asimismo ante los cambios sociales y políticos de una Europa sumida en el progreso de la industrialización; despreocupado de las necesidades económicas gracias al patrimonio familiar se dedica en cuerpo y alma al mundo de la literatura en su camino hacia el reconocimiento internacional.

La entrada en la universidad por una cuestión de estatus familiar es relatada como unos años de necesaria espera para obtener la titulación mientras dedica el tiempo a su auténtica vocación: aumentar su patrimonio cultural. Pese a su origen cosmopolita su estancia en Berlín será la primera vez en la que su dominio de la cultura germana se ponga en contacto real con la sociedad alemana. Es allí donde Zweig comienza a ver las diferencias entre los diversos europeos, pero como una variante de la cultura europea y no como un elemento diferenciador. Llegado el momento de obtener su titulación honrará a su familia con la posesión de un doctorado, logrando el tan ansiado reconocimiento como un hombre cabal y sensato. Logrando esa vejez (madurez) que tanto importaba en la milenaria Viena.

Tras su etapa académica iniciará viajes por el orbe planetario para conocer nuevos mundos y nuevas culturas, lo extraeuropeo le causará gran fascinación. Afirmará no conocer todo el globo, sino una porción de él, pero utiliza esos recuerdos, en retrospectiva, para comprender, y hacer comprender a quienes pertenecieron a su mundo, que las señales de la tragedia estaban ahí, y no supieron interpretarlas debidamente: que la violencia y la clasificación racial existente en las colonias sería importada a Europa como un producto más, de terribles consecuencias.

Sus viajes por Europa ampliaron su conocimiento cultural y capacidad crítica, pero al estar siempre en contacto con la élite artística no pudo percibir los sustanciales cambios en la mente del hombre común que se dejaba arrastrar por el nacionalismo como elemento de unidad nacional y exclusión internacional. La anécdota de los abucheos en el cine a la figura del káiser es relatada como algo que percibió pero que no supo interpretar en aquel momento, y que solamente la mirada retrospectiva le ha permitido comprender, demasiado tarde.

El asesinato del archiduque Francisco Fernando es relatado como algo que tuvo más importancia de lo que mereció. Describe al asesinado como un hombre poco afable y menos sociable, mucho menos apreciado que su padre el Emperador y bastante anodino en general. Un hombre sin mayor importancia que la de su apellido. Zweig tuvo conocimiento del tiro de Sarajevo el 29 de junio y para él no fue más que una noticia impactante ocurrida a una celebridad austríaca que el no consideraba formar parte de aquel glorioso panteón de la cultura vienesa. No tuvo mayor relevancia hasta que las lecturas de los periódicos elevaron la muerte a tragedia de catástrofe internacional. El tono violento y agresivo de la prensa que preparó a la sociedad en menos de un mes para una guerra de la que todos quisieron ser partícipes.

Es éste el punto de inflexión del libro, donde Zweig pasa a convertirse en un atónito espectador del mundo real. La Gran Guerra será para él la guerra contra la Humanidad, la destrucción de los valores burgueses de su Viena imperial en los campos franceses regados con la sangre de quienes contagiados por el nacionalismo se lanzaron a la carnicería industrial que asesinó el espíritu del mundo de ayer usando el progreso como arma homicida. La destrucción de vidas que hizo surgir el personaje del excombatiente en lugar de la ansiada figura del héroe. Rechaza unirse al denominado Manifiesto de los 93 alemanes por no querer ser partícipe de un escrito que proclama el belicismo; y siguiendo esa actitud, sus obras durante la guerra serán de corte antibelicista (A mis amigos en tierra enemiga, por ejemplo) desde su puesto dentro del ejército, encargado de la pacífica tarea de recolectar carteles de propaganda rusos en territorio ocupado.

Tras la guerra llegó el desmembramiento de la Monarquía de los Habsburgo y el regreso de los soldados a un país que ya no era su hogar. Las nuevas naciones surgidas de Austria-Hungría se convirtieron en regímenes dictatoriales débiles y enfrentados entre sí, con una república austríaca de la que Mussolini se consideraba su protector. Esa Austria que había nacido pobre de la desintegración sin más patrimonio que una cultura ya marchita pero gloriosa y que fue obligada a permanecer en su independencia, aun queriendo formar parte de otra nación, para evitar fortalecer a la Alemania de Weimar. Zweig anticipa en este punto la resistencia inútil frente al Reich durante el Anschluss, pese a que los austríacos ya se habían acostumbrado a tener su propio país.

Retirado en Salzburgo dio creación a su obra literaria al tiempo que se convertía él en el anfitrión de figuras artísticas, en contraposición a cuando fue él el huésped de tales celebridades durante su juventud. Allí conoció al auténtica fama, y también volvió a ser testigo de un tiempo que él hizo excepcional. Los relatos sobre la Alemania de entreguerras, lo absurdo de la hiperinflación (aquellos millones de marcos arrojados en una fuente por un mendigo porque no valían sino para envolver el almuerzo) y el turismo cervecero que derivó de aquellos precios ridículos son ejemplos anecdóticos pero ejemplificantes de la sociedad alemana de aquel momento.

La visita a la Unión Soviética, patria del socialismo, tampoco merece desperdicio, pues el autor parece más escarmentado por la vida y contempla el paraíso de los trabajadores con el ojo crítico de quien no está seguro de si contempla un espejismo. La figura del misterioso informador que le aconseja que vea lo que no le enseñan puede ser inventada o no, pero muestra un testigo más versado en el arte de la observación no idílica de la realidad.

Los años treinta llegaron con el ascenso del nacionalsocialismo y el antisemitismo y la prohibición de sus libros, junto a las obras de todos los demás artistas judíos. Son los años de las dificultades y la tristeza, del ascenso de los violentos a los parlamentos (dirá en el libro: “¿no es enternecedor que hubo un tiempo donde se elegían flores como elemento partidario en lugar de bota, puñales y calaveras?”) y la resignación de esos organismos. Habla del nacionalismo como una corriente engañosa que camuflaba sus verdaderos propósitos con un mensaje ambiguo y nadie creía en 1933, o incluso 1934, que obras de artistas alemanes podrían ser prohibidas en Alemania.

Los últimos años de su vida los relata de un modo breve, sin al minuciosidad habitual, dando por sentado que todos conocen su historia presente. Se limita a relatar el ambiente de aquella Inglaterra que le había acogido como refugiado y solo anhelaba la paz. Cómo abrazó el regreso de Chamberlain que volvía de Munich con un acuerdo de “paz para nuestro tiempo” y en la nada quedó todo aquello, cuando las tropas alemanas entraron en Polonia.

El mundo de Stefan Zweig

El mundo de ayer es la biografía de una sociedad que murió en los campos de batalla en los que no luchó y la autobiografía de un escritor que fue testigo del incendio que quemó hasta los cimientos el mundo en el que creció y ayudó a construir. Un panegírico de una sociedad que sostuvo la fe en el progreso como el instrumento que traería la unidad de todos los europeos y cuyas esperanzas se vieron truncadas por una guerra fratricida entre aquellos que se creía estaban destinados a compartir el mundo.

El nació en esa sociedad idílica que el vuelve a idealizar con sus palabras. Nació en la riqueza y la despreocupación por el día a día, sin tener que ganarse el sustento pudo dedicarse al ocio, y he aquí al hombre que hizo de su pasión cultural un ocio. Viena era rica en cultura y el joven Zeig se engulló de toda ella y aprendió a admirarla y dotarla de un aura religiosa inviolable que la hacía sagrada desde el mismo instante en el que se daba a conocer. La publicidad de la cultura era lo que otorgaba el reconocimiento en su mundo como un grande de las letras, y aprendida esa lección Zweig buscó siempre la perfección y la seguridad antes de dar a conocer sus escritos. Un mundo marcado por la asombrosa capacidad de la imaginación y el intelecto humano. Donde todos los referentes que el autor tuvo de su juventud fueron los de aquellos que ayudaron a construir esa cultura paneuropea que tanto admiraba. La Viena imperial de las cien naciones fue su hogar y en la mesa de su casa se hablaban los idiomas de la familia Zweig, dispersa por Europa, que enriquecieron su visión cultural del mundo.

La sociedad en la que creció era la que percibía los cambios de uno en uno y con espacio para la reflexión. Una vida que transcurría lentamente y que no aceleraba su ritmo de vida pese a que la revolución industrial había cambiado el mundo por completo. Austria-Hungría tuvo una lenta industrialización y los cambios sociales que produjo llegaron como reflejo de lo que había acontecido en otros países más pioneros; de este modo, Zweig transmite la sensación de que todo avanza a un paso armonioso y sin sobresaltos, como una sinfonía en el que las nuevas notas acaban encajando perfectamente con las antiguas.

Esa es la pasividad que transmite en sus anotaciones acerca de su etapa escolar. Recibió una educación elitista, pese a que él se obstine en afirmar que fue autodidacta, propia de las mejores familias. Partiendo de esa base educativa, e insatisfecho con ella, expandió su mundo, abierto a nuevas influencias pero cerrado a la realidad. Su interés se posó sobre la literatura, que contagió a todos sus compañeros. Pronto comenzaron a devorar lecturas consideradas más maduras para estar al corriente de las últimas novedades literarios y poder juzgarlas frente a sus amigos.

La obsesión de estos aspirantes por querer convertirse en individuos de renombre en la cultura, y por tanto respetados entre la burguesía vienesa, les llevó a un ansia de aprendizaje en el que las materias escolásticas no serán más que una porción obligada y poco estimulante de su amplio conocimiento. Buscó desde el primer momento codearse con las grandes estrellas del momento en un afán de medirse con ellas en espera del anhelado reconocimiento.

El nómada literario, los grandes personajes y las pequeñas anécdotas

Ese deseo de conocer y de saber más le llevó a una peregrinación literaria hacia los hogares y patrias de los autores más reconocidos, vivos o muertos, de su orbe cultural. Sus numerosos viajes siempre estuvieron destinados a conocer autores, templos de la literatura o lugares inmortalizados por ella. Las principales ciudades europeas fueron algunas de esas paradas, peor también las pequeñas localidades que habían sido tocadas por la sagrada mano de la cultura, como la residencia de verano de Beethoven.

El texto proporciona la falsa sensación del don de la ubicuidad, Zweig parece estar presente en los grandes acontecimientos de su tiempo. Pero no es más que el espejismo de la literatura; el arte del autor, capaz de convertir cualquier anécdota o pequeño evento en algo digno de admirar: el hecho de conocer a una anciana sobre la que se había posado la “sagrada mirada de Goethe” o contemplar el Océano Pacífico desde las colinas de Panamá, antes de que fueran borradas para dar paso al canal. Es ese lugar al que Zweig otorga una belleza mística de la que carece por completo, con la persuasiva intensidad de sus palabras, logrando dignificar un terreno embarrado y fuente de enfermedades con el aura del ser en potencia aristotélico, al convertirse, tras años de sufrimiento e ingenio, en el canal que uniría dos océanos y un mundo entero. Este es un recurso omnipresente en la obra de Zweig: dar importancia a lugares que de otro modo serían anodinos.

La obra está salpicada de anécdotas y breves encuentros con figuras históricas. Palabra a palabra es capaz de transmitir una gran emotividad de diversos sucesos históricos vividos directa o indirectamente por el narrador. Algunos de ellos son hechos históricos fundamentales, como cruzar la frontera entre Bélgica y Alemania horas antes de la invasión; pero hay otros a los que se da importancia desde la distancia, como leer en un periódico que Bléirot sobrevoló el Canal de la Mancha. E incluso eventos pasajeros de su vida, como una cena con Rathenau, pueden ser encadenados hacia eventos futuros gracias a su habilidad narrativa afirmando la gran tragedia que supuso la muerte de este hombre, que anticipaba la llegada del nacionalsocialismo.

Son estas pequeñas anécdotas, los encuentros relacionados con figuras famosas, las que atraen la atención del lector y le impiden minusvalorar ni una sola de las oraciones que componen esta obra literaria que permite condensar en su texto los sucesos de una vida en la Europa de las políticas de masas.

Emotividad del pasado

Desde sus primeros párrafos la obra sumerge en la nostalgia de alguien que añora un lugar y una época que han desaparecido hasta quedar reducido a las difusas sombras de la memoria viva, las cuales en última instancia se perderán con su muerte para dar paso a la memoria histórica. El mundo de ayer es una mirada atrás, a lo que ha quedado alejado por el tiempo y el desarrollo del mundo. Es una mirada de anciano que añora “los buenos tiempos pasados”. Los valores que han quedado caducados o destruidos y que son rememorados como los pilares que sostenían un universo de la seguridad que no volverá a existir en la Europa de las fronteras.

El poder de Zweig reside en su capacidad para anticipar la tragedia y hacer hermoso el camino hasta ella. Una de sus primeras citas en el prólogo dice así: “Nací, en 1881, en un grande y poderoso Imperio, en la Monarquía de los Habsburgo; pero no se la busque en los mapas: ha sido borrada sin dejar rastro”. Desde ese primer momento se transmite la nostalgia del autor de ese mundo imperial vienés, en el cual creció en uno de los ambientes más elitistas posibles y absorbió los valores de la burguesía que vivía su hora dorada en la cima de la política, la economía y la cultura. La desaparición de Austria-Hungría es el fin de la Europa multicultural y la aparición de los nacionalismos enfrentados. El lector es consciente de que la sucesión de palabras le llevará al abismo, no una, sino dos veces, y el mundo que contempla a través de la prosa de Zweig va a desvanecerse frente a él.

25 oct 2015

Relato (II): El reggaeyopyopero

El reggaeyopyopero



El bar me parece un iglú. Los ladrillos blancos de las paredes han adquirido un tono sucio por la poca iluminación. También es frío. No solo por la temperatura, sino porque cualquiera que pasa junto a nosotros se calla repentinamente al ver el sombrío ataúd que preside nuestra mesa. Eso es algo que jamás hubieran imaginado encontrarse un viernes por la noche.
Cinco copas hay sobre la madera. Cuatro de ellas son periódicamente renovadas a medida que nos las bebemos. La quinta permanece intacta. Arturo nunca se la beberá.
Era un gran chico –dice Óscar, todos le miramos–. No se merecía acabar así.
Asentimos en señal de aprobación y seguimos bebiendo. Intercambiamos miradas; dándonos consuelo. Es triste que hayamos acabado en esta situación.
Era un chico muy majo. Eso es lo que se dice en estas ocasiones. Un chico muy majo. Siempre se van los mejores. Tan joven. Pero nosotros lo decimos muy en serio: Arturo era un buen amigo. De esos que nunca dudas en llamar para algún plan o para pedir ayuda.
Todavía tengo su cazadora de cuero –comenta Marcos–. Y me debe veinte euros del cumple de Alicia. Ya no los cobraré...
Entre penas y recuerdos los cubatas parecen evaporarse. Los hielos se funden en vasos vacíos. Una ronda sigue a otra y los vidrios se acumulan junto al ataúd.
Como si fuera un mantra, levanto una mano y nos sirven otra ronda. Serán cuatro copas. La de Arturo sigue virgen.
El camarero nos pide permiso para llevarse los vasos vacíos. Leyendo entre líneas percibo que se están quedando sin vasos; lo cual me saca una sonrisa de orgullo. Se lleva los ex cubatas y trae la nueva ronda. Mi ron cola es especial: viene en un vaso más grande, por el mismo precio.
¡Jodo! –exclama Marcos–. Vaya copazo te han puesto. El mío viene en vaso de tubo.
Envidiosos.
Tengo contactos en el bar –alardeo. Después examino el vaso y les sonrío–. Creo que puedo bebérmelo de un trago.
Miradas de suspicacia. Cristian me apunta con el dedo.
No hay huevos.
A mí nadie me dice lo que puedo o no puedo hacer. Agarro el vaso con firmeza y me llevo la mano al corazón.
¡Por Arturo!
Todos asienten y empiezan a golpear la mesa.
¡Bebe! ¡Bebe! ¡Bebe!
Los hielos me golpean los dientes a medida que el contenido del vaso se abre paso sin control a través de mi garganta. Glup. Glup. Glup. De un trago.
Lo que sigue es un sonoro eructo que resuena por todo el bar. Las risas llenan el ambiente. Me felicitan.
El momento de alegría dura poco.
No sé si Arturo podría haberse bebido un cubata de trago –comenta Óscar–. Pero sí podría haberse fumado un canuto de una calada.
Hablamos de los que ya no están con nosotros.
Fumaba como un carretero –señala Cristian–. Tabaco y de lo otro.
Especialmente de lo otro –añade Marcos.
Arturo era de los que la hierba era su olor natural y el rojo el color de sus ojos. La sonrisa pegada a la cara con superglue. Un fumeta. Siempre con la gente del barrio. Lo de los pantalones anchos y las rastas había resultado un paso natural en su forma de ser y vestir.
Música rap, reggae y todas esas cosas que nos hacía escuchar sin cesar. Siempre con el yop-yop en la boca.
Hasta en el DNI llevaba las rastas –nos recuerda Cristian.
Al menos no se hizo la foto con un canuto –bromea Óscar.
Si no hubiera sido por los maderos lo hubiera llevado en la foto –les aseguro–. Con dos cojones.
Óscar sonríe de nuevo.
Era el tipo de cosas que le hubiera gustado hacer.
El bueno de Arturo. Cómo le echamos de menos.
Cristian se pone en pie para ajustarse el cinturón. El alcohol le ha hinchado la barriga. Aprovecha para darle con los nudillos al féretro.
Luego, entre el trabajo y la novia, tuvo que cortarse las rastas –nos dice–. Y lo del yop-yop también lo fue abandonando.
Para mí siempre será el reggaeyopyopero –les digo–. Así quiero recordarle.
Más rondas. Más vasos. Más brindis.
Si a mí fuera a pasarme lo mismo también me querría morir –opina Cristian–. Eso no es vida.
No es vida –coreamos.
Cristian vuelve a dar un par de golpes sobre el ataúd. Con más fuerza. Me da miedo que lo rompa. No es una baratija aunque la funeraria nos haya hecho un buen precio. No somos precisamente ricos y esa es la mejor despedida que podemos darle a Arturo.
También hemos tenido que negociar con el dueño del Sonámbulos para que nos dejara colar el ataúd en la mesa donde solemos ponernos. Pero teniendo en cuenta las circunstancias nos lo ha permitido. Incluso nos invita a chupitos.
Nuestra sangre es puro alcohol.
La culpa es de la novia –suelta Cristian.
Alzamos la mirada hacia él. Óscar le pone una mano en el hombro para calmarlo. Quiere que se siente.
No eches leña al fuego...
¿Qué? –le replica, furioso–. Si no fuera por ella no estaríamos aquí.
¡ah!, la novia...Mejor no hablar de ella. Mejor no sacar el tema. Que nos calentamos y luego pasa lo que pasa.
Pero Cristian insiste en hablar de ella.
Arturo sabía que ella tenía que volver a Teruel cada semana. Se lo dijimos pero no nos hizo caso. Relaciones a distancia, no. Ni caso. Todos los días cogiendo el puto coche al salir del curro para ir a verla. Ir y volver. Ir y volver. Algunos días hacer noche en Teruel pero otros volver a las tantas de la madrugada. Aquello no era sano. Cada vez le veíamos menos y tanta locura de coche debió habernos servido de advertencia. Tendríamos que haber hablado con él.
Hay tantas cosas que deberíamos haberle dicho.
Los puñeteros viajes en coche. El último whatsapp que nos mandó decía que iba de camino a Teruel. Otra vez. Nos daría un toque al volver. No lo hizo.
Cristian continúa despotricando, cada vez más alto. Óscar se pone en pie y rodea a Cristian por el hombro.
¡Por Arturo! –exclama alzando su pacharán.
¡Por Arturo! –coreamos.
Algunos en el bar nos imitan, alzando sus cubatas en señal de respeto. Cristian levanta el periscopio, por si el tema del amigo perdido le sirve como excusa para ligar.
Podríamos poner una esquela –sugiero–. Tengo un amigo en el Heraldo y podría hacernos el favor.
Yo dejo caer la idea, y por el silencio deduzco que se lo están pensando seriamente.
¿No te parece excesivo? –me pregunta Marcos.
Reflexiono sobre ello mientras doy otro trago a mi ron. Tiene razón.
No, nada de esquela –concedo–. Su madre podría decirnos algo.
Además, somos de los que piensan que las esquelas solo las leen los jubilados. Sería mejor comentarlo por Facebook.
Óscar apura su copa.
Hablando de su madre. ¿Cómo estará llevando el asunto?
Cristian responde inmediatamente, como si hubiera estado al acecho de esa pregunta.
Pues mal, ¿cómo va a llevarlo? ¿Tú sabrías lo que es no volver a ver a tu hijo por culpa de esa...?
Óscar le interrumpe antes de que diga alguna burrada de las que luego te arrepientes.
Cálmate...
Todos vamos borrachos pero Cristian puede ser peligroso cuando bebe. Se le puede ir la cabeza y buscar problemas donde no los había. Tampoco es buena idea tratar de calmarlo, porque puede que se vuelva contra ti. Sin embargo, Óscar lo intenta, y no hacemos nada por impedírselo.
Sinceramente, creo que es el momento de ir al baño. Marcos decide acompañarme. Nos abrimos hueco entre la gente. No hay fila en el baño pero el aspecto del water me hace plantearme la idea de vomitar. Creo que es hora de dejar de beber.
Solo una más. Eso me digo.
Marcos se las arregla para hacer funcionar el cañón de aire caliente después de lavarse las manos, pero termina desistiendo y se seca en el pantalón.
No sé ni para qué existen estos cacharros.
Cuando volvemos a la mesa las cosas parecen haberse calmado. Óscar está contando la anécdota sobre dormir de pie.
Entre porros y calimocho el tío iba que no se tenía en pie. Con la música reggae y demás. En el concierto, con toda la peña. Yop-yop. Debían ser como las tres de la mañana o algo así. Yo lo veía que se estaba quedando dormido, zarandeándose de adelante y atrás, y le dije: “Macho, vete a la cama que no te aguantas”. Y el otro: “No, no, que estoy bien. Ahora se me pasa. Es el bajón”. Me doy la vuelta, le doy un par de tragos al litro y ¡bum! –enfatiza el movimiento golpeándose la palma con el puño–. Noto un golpe en la espalda. Me giro y está tirado en el suelo. “¿Qué haces?”. ¡Se había caído como un tronco! En serio. Él solito. Se había dormido de pie y ¡pof! Largo, en el suelo. Y va el tío, se levanta y pregunta: “¿Quién me ha empujado?”.
Nos reímos. Hemos escuchado esa historia cien veces y nos sigue haciendo gracia.
¿Os acordáis de aquella vez...?
Nos acordamos. Arturo siempre había sido una inagotable fuente de buenas historias que contar y reírnos. Un buen chico. Era muy amigo de sus amigos.
La del pedo en comisaría.
La de la silla de tres patas.
La de “¿tu novia es bizca?”.
La del pin del PP.
La de la docena de churros sin mayonesa.
Qué buena fue esa.
Tragamos los cubatas con la misma velocidad a la que se vacían nuestros bolsillos. Ya no podemos seguir manteniendo ese ritmo. Nuestros hígados tampoco.
Tengo que ir al cajero –informo tras comprobar que lo único que tengo en la cartera son monedas de poco valor–. Estoy seco.
Nos vamos a ir ya...
Niego con la cabeza. Al hacerlo siento que el mundo ha regulado la gravedad.
Lo necesito para el taxi –me explico–. Ya vale de beber.
¿Dónde vives?
Al fondo de la Avenida Cataluña.
A tomar por culo a mano derecha.
Te puedo llevar con la furgoneta –sugiere Óscar–. Pensaba venir a recogerla mañana pero...
Ni loco me subo a la furgoneta en tu estado –le digo–. Que seré yo el que acabe dentro del ataúd.
El primer bostezo es contagioso. Como algo mágico. Todos nos damos cuenta del cansancio que acumulamos de haber cargado con el ataúd desde la furgoneta hasta el bar. No ha habido manera de aparcar cerca del Sonámbulos y a base de fuerza bruta lo hemos traído hasta aquí.
Lo malo es que ahora tenemos que volver a dejarlo dentro de la furgoneta. Y llevamos una cogorza de las que no te dejan tenerte en pie. Menos aún cargar con el ataúd de un amigo.
Cogemos el ataúd entre los cuatro y lo sacamos del bar. Los asombrados clientes no terminan de creérselo, pero nos ayudan a sacarlo por la puerta y nos dan el pésame.
Muchas gracias, tío.
Por la calle el espectáculo continúa. Nos cuesta coordinar las ocho piernas para que vayan en la misma dirección y encima Óscar mide diez centímetros menos que los demás. Como mínimo. El ataúd está de todo menos recto.
En una lenta y agotadora procesión en la que sudamos ron, ginebra y pacharán a partes iguales llegamos hasta la furgoneta de Óscar. Bajamos el condenado féretro hasta el suelo sin darle más de dos golpes. Óscar abre la parte trasera y recoloca los cables y herramientas que tiene ahí. Coge un par de botas de trabajo, las huele y, tras poner una mueca de asco, las lanza hacia la parte delantera.
Vamos a cargarlo. Con cuidado.
El ataúd queda dentro de la furgoneta y voy a cerrar la puerta. Marcos me frena.
¿No deberíamos decir unas palabras?
Me quedó mirándole estupefacto.
Paso. Estoy cansado.
Y cierro la puerta de un golpe seco.
Nos despedimos. Óscar dice que vendrá por la mañana a recoger la furgoneta.
Ellos son unos cabrones con suerte y pueden volver andando a casa. Yo necesito cuatro ruedas. Trazo mentalmente un plan de lo que tengo que hacer.
Dinero en el cajero. Mear en el árbol. Coger el taxi. Entrar en casa.
El taxista me hace jurar, o me amenaza, que no vomite en su taxi. Gruño para decirle que sí.
En circunstancias normales me quejaría de que condujera tan despacio pero no tengo el ánimo de discutir. Decir adiós a los amigos es peligroso para la salud.
O yo o la cama estamos dando vueltas. No me aclaro. Trato de mantener la cabeza en su sitio y la bebida dentro del estómago. Con razonable éxito. Todo se complica cuando mi madre abre la puerta de mi habitación y me grita en la cúspide de una resaca espantosa.
Esgrime el teléfono de la cocina apuntándolo con insistencia hacia mí.
Es Arturo –me dice–. Parece muy enfadado.
Normal.
Al segundo intento logro coger el teléfono.
Apestas a tugurio –me recrimina mi madre.
Ya lo sé. La de ayer fue una juerga exagerada.
Me pongo el teléfono en la oreja y digo lo único sensato que se le puede decir a un muerto.
Dime.
¿Qué es eso de que habéis celebrado mi funeral? –su tono está cargado de furia.
Joder, macho –le replico–. Es que desde que te echaste novia...

22 oct 2015

Relato (I): El último bang

Tal y como prometí, he aquí el resultado de lo que, en un post anterior, me propuso la aplicación Retos de escritura de Literautas.  Para dejar claro que he seguido el orden previsto he marcado en negrita cada uno de los quince pasos propuestos.

Estoy bastante satisfecho con el resultado y es bastante probable que lo repita en el futuro, en varias ocasiones. ¡Que lo disfrutéis!

El último Bang




Encontró una botella vacía en la guantera del coche. Su mano fue directa hacia ella y la agitó con insistencia. Unas pocas gotas se removieron en su interior. Abrió el tapón y volcó el contenido sobre su boca. Apenas notó nada en su lengua.
Irene gruñó en señal de desaprobación. No tendría vodka para matar a sus fantasmas.
Volvió a colocar la botella en la guantera, junto al segundo cargador de la pistola. No iba a necesitarlo aquella noche.
Llovía con suavidad sobre el coche. Un leve repiqueteo sobre el techo. La lluvia apenas bloqueaba la visión a través del parabrisas y nadie se acercaría sin que le viera llegar. Además, la calle estaba vacía. Irene suspiró de hastío y consultó el whatsapp por enésima vez. Dos ticks azules. Ninguna respuesta.
Aquel maldito espía acababa de destrozar el mito de la puntualidad británica. Más de veinte minutos de retraso. Como si a Irene le sobrara el tiempo.
Tratar de llamarle fue inútil. Ninguna voz respondió al otro lado de la línea. Se recostó en el asiento y volvió a suspirar.
Las yemas de los dedos golpeaban con nerviosismo el freno de mano.
Me aburro...–susurró.
Recuperó el móvil y consultó los mensajes. Nada nuevo.
Pulsó sobre el icono de Candy Crush pero no le dio tiempo a mover ninguna gema porque la silueta encorvada de Robert apareció detrás del coche. El espía se acercaba a paso rápido y torpe. Como si le costara caminar sobre el cemento mojado. Nadie lo diría, tratándose de un inglés.
Los nudillos del hombre golpearon la ventanilla del copiloto y su mirada demandó permiso para entrar. El seguro se abrió con un clic y Robert entró en el coche. Una corriente de aire frío de la calle le acompañó.
Me ha costado reconocerte –explicó el inglés, como si aquello le excusara–. Has cambiado de coche.
Irene acababa de comprar aquel Peugeot 107. Color rojo. Muy juvenil. Ideal para que lo heredara su sobrina.
Este consume menos –le replicó con total ausencia de afecto en su voz. Robert hizo un amago de sonrisa y se revolvió en el asiento–. ¿Y bien?
El inglés apenas había tenido tiempo de quitarse la bufanda humedecida. Gotas de agua caían sobre el salpicadero. No llevaba paraguas.
La chica vendrá a las once menos cuarto –le informó Robert–. Sola.
Irene asintió en señal de aprobación. Tal y como le habían asegurado.
Había recibido la llamada de teléfono poco antes de mediodía. En el punto álgido de su resaca. Había estado toda la noche usando el alcoholismo como un medio para integrarse con los peñistas y no peñistas que aquellos días ocupaban las calles de Zaragoza dejando un reguero de botellas vacías y suciedad a su paso. Ella había aportado su graito de arena. Tratando de matar a los fantasmas de sus víctimas con vodka del Mercadona.
Se trata de un caso de espionaje –dijo la voz del teléfono–. La chica trabaja en la Base Aérea de Zaragoza mientras duren las maniobras de la OTAN y ha robado unos códigos de lanzamiento de misiles tierra-tierra que podrían llegar a...
Irene no le dejó terminar. Le aburrían todos aquellos detalles de película de espías. No los necesitaba para hacer su trabajo.
Tan solo quiero un nombre –gruñó a su interlocutor–. Y mi dinero.
Susana Torralba.
La tal Susana no tardaría en aparecer. Robert le estaba comentando algo sobre el clima de Zaragoza y lo mucho que le recordaba a Birmingham.
Esta lluvia fina es muy habitual en los meses...
Mientras hablaba Irene se fijó en que tenía menos pelo que la última vez que le vio. También algo más de barriga, como los hombres solían tener a su edad y solo aquellos ojos claros tenían aquel vago atractivo de un oficinista tímido.
Robert seguía hablando del clima británico. Tan incansable como aburrido. Como si nadie supiera que allí llovía.
¿Dónde está mi dinero? –le interrumpió.
El inglés dejó de hablar y miró a Irene. Alzó una ceja, lo que le dio un aspecto absurdamente cómico e inofensivo para un hombre que trabajaba para la Intelligence Division de la OTAN.
Irene no rompió aquel silencio y al final Robert no le aguantó la mirada. Farfulló algo en su idioma y se puso a rebuscar en su chaqueta con desgana.
No era James Bond.
Del bolsillo interior de la chaqueta extrajo un abultado sobre lleno de billetes de veinte y cincuenta euros. El total debía ascender a cuatro mil. Eso era lo que Irene cobraba por encargo. Deducidos el coste de la bala, una, en teoría, y la gasolina todavía le quedaría un buen pellizco.
Robert extendió el sobre hacia Irene y esta se sintió reconfortada por el peso que tenían aquellos papeles. Siempre pedía billetes pequeños, eran más fáciles de utilizar en la vida diaria que los llamativos billetes morados que se usaban habitualmente para los chanchullos en España.
Irene contó el dinero con calma mientras Robert seguía insistiendo en mantener una conversación banal.
El río está tranquilo –mencionó el espía. Apenas se le notaba un leve acento cuando pronunciaba las erres. Podría haber pasado desapercibido, a pesar de la lluvia.
Deberías verlo en marzo –bufó cuando se equivocó al sumar 380 y 50–. Se desborda por todos lados. Todos los años –tuvo que volver a empezar a contar–. Y el Ayuntamiento parece que no se entera.
Irene siguió con su contabilidad mientras el inglés se quejaba infantilmente del reducido espacio en aquel vehículo para sus piernas.
Pequeño. Agobiante. Claustrofóbico.
Así lo etiquetó mientras Irene terminó de contar el dinero, satisfecha con el total.
La mujer se fijó en el inquieto Robert y no pudo evitar mirarle con desdén. Un espía claustrofóbico sentado en un Peugeot 107 era de lo menos glamouroso en lo que al mundillo del espionaje se refería.
Guardó su libreta y miró a Irene.
¿No es esta noche cuando vosotros explotáis los petardos de fin del Pilar? –preguntó en un vano intento por conversar–. Tú sabes, los fireworks.
Irene asintió.
A las diez y media –consultó su reloj–. No falta mucho.
Robert también consultó el reloj. Después hizo algunas anotaciones en su cuaderno con una pluma negra, el único accesorio elegante de aquel espía tan decepcionantemente vulgar. Escribía con impaciencia e Irene podía escuchar el roce de la pluma sobre el papel.
Irene comprobó la zona sin encontrar nada fuera de lugar.
Robert guardó la libreta y la pluma y se revolvió en su asiento.
¿Qué harás con el dinero? –preguntó el espía–. Supongo que no es para tu plan de jubilación.
Sus ojos señalaban el cachirulo que le cubría la calva a Irene.
Aquella ausencia de pelo era consecuencia de la quimioterapia que nunca había querido recibir. Irene tenía cáncer. No uno cualquiera. Era de los malos. No era de esos que hacían sufrir mucho y daba la impresión de que no ibas a lograrlo y al final lo conseguías. No. Era de los que no se curan.
Es para mi sobrina Marta –dijo mientras guardaba el sobre bajo el asiento. Sus dedos rozaron la hojalata de una lata de cerveza vacía–. Empezó arquitectura este septiembre. En la EUITIZ, lo que antes se llamaba CPS –el inglés puso cara de no entender–. Estudia arquitectura –le aclaró–. Se queja de los horarios del tranvía y de lo caros que resultan los materiales. Que si ordenador portátil, que si láminas de dibujo...
Irene siguió enumerando las muchas necesidades que tenía su sobrina. Era raro que hablara tanto, pero se le llenaba la boca hablando de su querida sobrina.
Cuando yo no esté a ella no le faltará de nada. Lo que haya ganado será para ella. No tendrá que preocuparse de matrículas ni materiales ni nada. Y mi casa. Y este coche –dio unos golpecitos sobre el volante–. Lo he comprado pensando en ella. Es ideal para una chica joven que tiene que ir a la universidad, ¿no crees?
Robert asintió.
Yo sé que no tú tienes un pelo de tonta.
Irene apretó con fuerza los dientes y sintió la tentación de pegarle un tiro a él y no a la chica que aparecería de un momento a otro. Aquel hombre acaba de perder para siempre su oportunidad para lograr que Irene le tratara con respeto.
No me hace gracia –le espetó inmediatamente.
Nada es gracioso para ti.
Ella le fulminó con la mirada.
Tengo un trabajo serio.
Yo soy a spy –se defendió el inglés, como si tratara de colocarse por encima de la sicaria.
Tranquilo 007. Solo eres un funcionario británico –le replicó–. Seguro que cobras la extra de Navidad. En Christmas. Si es que no te la han recortado –añadió.
Explosiones lejanas interrumpieron la discusión.
Los fuegos artificiales que concluían las Fiestas del Pilar habían empezado. Una sucesión de luces de diversos colores ocuparon el cielo y sus destellos iluminaban los rostros de los ocupantes del vehículo.
Rojo. Verde. Dorado. El cielo se llenaba de estrellitas y humo. Los cristales del coche vibraban a intervalos.
Háblame de Susana Torralba –pidió Irene mientras los lejanos colores mantenían cautivada su mirada.
El inglés carraspeó.
Una don nadie. Inteligente. Ha logrado poner el ojo donde no debía y ah sabido a quién vendérselo. Por fortuna, le hemos descubierto a tiempo y no provocará el mal –consultó su reloj–. Cree que va a recibir el pago.
En plomo, no en plata.
Robert se encogió de hombros. Al hacerlo se le marcó sobremanera la papada.
No puede tardar mucho más –dijo volviendo a consultar el reloj–. Cuando ella entre yo le seguiré. Ella sabe que ha quedado con una persona pero no sabe con quién. Si ella me ve solo creerá que soy su contacto. Tú das la vuelta y entras por detrás.
Irene le interrumpió.
¿Por qué no entras tú por detrás, maldito vago?
Yo no comprendo.
Digo que si la tal Susana no sabe con quién ha quedado, ¿por qué no entro yo por delante y le pego un tiro sin más? ¡Bang! –el gesto de la mano coincidió con un destello rojizo especialmente luminoso–. Y no me vengas con esa excusa de que te estás recuperando de una operación de rodilla. He visto cómo venías correteando hasta aquí.
Es necesario que yo le haga algunas preguntas. Quizá nos pueda contar algo que aún no sabemos. You never know... –hizo una breve pausa y miró a Irene–. Es una herida dolorosa.
Se dio un par de golpes sobre la rodilla a modo de excusa.
Está claro que no eres James Bond.
Miró a través de la ventanilla hacia el edificio abandonado en el que iba a tener lugar el encuentro. Era una fábrica de azulejos para cuartos de baño. Con la crisis se había ido al garete, como todos esos negocios de la construcción. Según rezaba un cartel la había comprado Xi Mei Ling. Para convertirlo en un almacén. Uno de esos made in China.
Putos chinos –gruñó Irene–. Se nos están comiendo todo a los de aquí. Esos sí que son una amenaza para el mundo. Por qué no le pegáis tiros a ellos y no a esta pobre chica a la que han engañado como a una tonta.
El inglés se rascó detrás de la oreja mientras pensaba qué responder.
Eso es racismo le recriminó con tono cauteloso–. Y no tiene nada que ver con lo que estamos haciendo aquí. Las baratijas del todo a cien no son los códigos de lanzamiento de misiles tierra-tierra. Con lo jodido que está el mundo y te preocupas de cuatro comercios mal gestionados.
Mi mundo es mi ciudad y mi gente –le dijo al inglés–. Y son los chinos los que se lo cargan, no los misiles. Cada uno tiene sus enemigos y no e vas a decir a mí quien es...
Se calló. Irene había percibido un movimiento al otro extremo de la calle. Una silueta se aproximaba hacia el lugar de encuentro. Una mujer.
¿Es ella? –su mirada se cruzó con la de Robert y este asintió.
Dame un poco de tiempo –le pidió a la mujer – No mucho. Solo necesito hacer unas pocas preguntas.
Una duda acechó la mente de Irene.
 –Si te echas atrás me quedo el dinero igualmente  –le advirtió.
 –No depende de mí  –le respondió . Los jefes han hablado.
Su mirada se volvió a la puerta de la fábrica. Tan pronto como la chica fue engullida por la entrada Robert salió del coche y siguió sus pasos.
Irene se tomó unos momentos para inspirar mientras comprobaba el cargador de la pistola. Su herramienta de trabajo.
Los destellos proseguían en el cielo de Zaragoza. Rojo. Dorado. Rojo.
Solo es otro fantasma –dijo en voz baja. Alzó la mirada hacia el espejo retrovisor y unos ojos impregnados de calma fría le devolvieron la mirada– Pronto no los veré más.
Salió del coche y avanzó hacia la parte trasera de la fábrica. Su sombra se proyectaba sobre la pared con cada nuevo cohete.
Entrar resultó fácil. Todas aquellas naves tenían varias puertas secundarias y no tardó demasiado en encontrar una abierta. Se abrió con con un crujido.
El interior de la fábrica estaba cubierto de plásticos polvorientos y palés destrozados.  Olía a humedad. Olía a viejo. Era un lugar oscuro. 
Irene se movía en silencio, apoyando firmemente cada pie antes de dar el siguiente paso. Evitaba los plásticos y todo aquello que pudiera quebrarse a emitir algún ruido.
Tan solo las voces rompían el silencio reinante. Podía ver con facilidad a Robert hablando con la chica. Sus siluetas eran ocasionalmente iluminadas por los fuegos.
Hablaban, pero Irene no podía escuchar demasiado desde allí. Se fue acercando con cautela. 
...fácil...
Veinte pasos.
...es por dinero...
Quince.
...odio a mi jefe...
Diez pasos.
Es por eso: necesito el dinero –le dijo Susana a Robert–. ¿No lo hacemos todos por eso?
Irene torció la boca. Ella también hacía aquello por dinero. Por legar algo a los suyos.
El espía vio que no iba a obtener información relevante de aquella chica y dio por zanjado el asunto. Con calma; como quien firma un documento.
Actually, no he traído el dinero –le confesó Robert mientras se metía las manos en los bolsillos de la chaqueta–. ¿Sabes por qué? –Irene apenas estaba a tres pasos de ella–. No podrás gastarlo.
Un instante de silencio.
La muchacha se volvió repentinamente, como si hubiera percibido la presencia de Irene. El cañón de la pistola se apoyó en la frente de la chica. Su rostro fue iluminado tanto por un cohete en el cielo como por el destello del arma al pulsar el gatillo.
Un pequeño agujero se materializó en la frente de Susana. Irene siempre usaba armas de bajo calibre, eran más manejables y hacían menos ruido. Además, tenían la fuerza necesaria para perforar un cráneo pero no la suficiente para salir expulsadas por el extremo opuesto, lo cual evitaba la incomodidad de tener que limpiar manchas.
La chica cayó de rodillas y su cuerpo se dobló hacia atrás. Inmóvil.
Robert se aproximó al cadáver y lo rodeó despacio. Estaba muerta.
What's done is done –citó, muy a lo Shakespeare.
Mientras Irene recogía el casquillo del suelo los últimos destellos de los fuegos artificiales se apagaron. Era el momento de llevarse el cadáver.
No necesitó la ayuda de 007. La delgada muchacha apenas era una carga. No como otras ocasiones en las que Irene se había visto obligada a arrastrar a hombres que no habían tenido ningún respeto por su figura.
Susana Torralba quedó envuelta en un plástico que protegería de manchas el maletero del Peugeot 107 mientras Robert se alejaba del lugar con paso tranquilo. Como si aquella noche no hubiera ocurrido nada distinto a cualquier otra noche.
Irene entró en el coche y sacó el cargador de la pistola. Solo faltaba una bala.
Cogió el sobre de debajo del asiento del conductor. Abrió la guantera de un golpe seco. para guardarlo ahí. Su contenido le decepcionó.
Encontró una botella vacía y lamentó no tener con qué matar al fantasma de su última víctima.



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