Basado en hechos imaginarios: Relato (III): El rey Wamba

2 nov 2015

Relato (III): El rey Wamba

El rey Wamba



No pensaban detenerse a esperar al resto del grupo. De hecho, a Aguinaldo le daba la impresión de que tanta presteza no tenía nada que ver con el jabalí al que estaban dando caza, sino con el deseo del rey de hablar a solas con el capitán de su guardia.
Los bosques de Galtiva ofrecían un lugar apropiado para ello, lejos de miradas y oídos curiosos. Pero también eran un lugar perfecto para que un asesino acechara escondido. O asesinos.
—Corréis un riesgo innecesario al adentraros en estos bosques —le dijo el capitán—. Bien sabéis que Galtiva no es la más leal de las ciudades.
El rey giró el rostro hacia Aguinaldo con el ceño fruncido.
—¿No estás tú para protegerme?—espetó.
Aguinaldo se sorprendió de aquel reproche. Se recompuso dando un par de golpes suaves sobre el pomo de su espada. Al hacerlo la malla de su brazo emitió un tintineo metálico.
—Si nos emboscan no se a cuántos podré dar muerte —dijo Aguinaldo—, pero no serán todos.
—Yo me encargaré de los que queden —aseguró el rey volviendo la vista al frente—. Pero no habrá emboscada.
Wamba cogió carrerilla y trepó hasta la cima de un conjunto de rocas. Desde aquella altura oteó los alrededores en busca de su cena, zarandeando la lanza de caza con cada movimiento. Pese a su voluminosa barriga el rey era aún fuerte para su edad y la agotadora jornada de caza no había hecho en él más mella que algunas gotas de sudor corriendo por su frente. Aguinaldo estaba en mejor forma física, pero tener que cargar con la armadura puesta siguiendo el ritmo del rey le estaba agotando.
—Si tanto deseáis cazar ese jabalí podríais haber dejado que los perros nos acompañaran —le comentó Aguinaldo—. Habrían encontrado su rastro en un instante.
El rey inició el descenso con agilidad.
—Poco me importa la caza. Estoy interesado en una pieza más grande —respondió el rey mientras alcanzaba el suelo de un salto—. Pero siempre es una sensación satisfactoria cenar lo que has matado con tus propias manos.
El rey echó mano de su odre y retiró el tapón para beber agua.
—Vuestro hijo no es una pieza tan grande, majestad —expuso el capitán—. Al menos no una muy astuta. Su conjura ha sido torpe y nada discreta. Acabará antes de empezar.
Wamba volvió a colocar el odre en su sitio y clavó la lanza en el suelo. Sus ojos claros examinaron al capitán.
—¿Tenéis toda la información?
—Toda la que necesito saber —aseguró el capitán—. Con una orden vuestra podremos apresar a todos los conjurados antes de que caiga la noche.
El rey asintió.
—Necesito nombres.
Aguinaldo tenía los nombres de los nobles. Sin ellos los vasallos se mostrarían dóciles y manejables.
—Vuestro hermano Dalmiro no es parte de la conjura, pero tiene conocimiento de ella y ha decidido guardar silencio. No quiere arriesgarse a fracasar al derrocaros y cree que podrá manejar a vuestro hijo si ocupa el trono. Es cauteloso.
—Es un oportunista —declaró el rey—. Siempre ha sabido cómo meter mano en el pastel de los demás. Dejaremos a mi hermano para otro momento. ¿Quién está verdaderamente implicado?
—Los duques Ubaldo y Sisebuto han tanteado en persona a algunos de mis guardias; por seguridad ellos también deberían ser apresados y que el torturador determine quienes son inocentes. El conde Ruderico ha reclutado mercenarios para tomar control de palacio, casi doscientos de ellos —declaró Aguinaldo—, una cifra demasiado elevada para mantenerla en secreto. Y me apostaría la mitad de mis tierras a que su primo también está implicado.
—No aceptaré esa apuesta. Sé muy bien que todos en esa familia son unos traidores —escupió al suelo y recuperó la lanza, reanudando su persecución de la presa—. ¿Qué hay de mi hijo?
—Bien sabéis cómo es: basta que se le diga que puede hacer algo para que quiera hacerlo. Ya se ve a sí mismo como rey —declaró el capitán con cierto tono de burla—. Y piensa elegir el lobo para su sello real.
Aquello arrancó una sonrisa del fiero rey.
—El lobo siempre fue su animal favorito. Desde que era niño…—el rey hizo una breve pausa antes de seguir hablando—  pero no se ha dado cuenta de que sigue siendo un cachorro.
—Los otros implicados son de menor linaje y no quisiera aburriros con una lista de nombres.
—Bien, cuando regresemos quiero que se les aprese a todos. Hay que evitar que resulten muertos, aunque e complacería que derramaran algo de su sangre. Que les encierren con presos ordinarios para que se sientan como si no fueran nadie —sentenció el rey.
—¿Y vuestro hijo?
—Si no fuera porque temo la ira de mi esposa le estrangularía con mis propias manos —el rey se quejó como si lamentara no poder hacerlo—. No por traidor, sino por ignorante. Un rey construye su reino. Después, muere. Mi hijo no debería ignorar que el tiempo le hubiera dado el reino. Maldita sea la juventud y su impaciencia —una pequeña rama crujió cuando el rey la pisó con la bota y bufó lamentado haberlo hecho. Examinó las proximidades por si aquello hubiera asustado al animal que tan interesado estaba en cazar—. Lo que haré será azotarlo como si fuera un niño pequeño, delante de los demás nobles. Ningún crimen podrá ser peor que tal vergüenza.
—No me parece una actitud muy sensata, majestad —la repentina y agresiva mirada que le lanzó el rey hizo que el capitán se estremeciera y buscara nuevas palabras con las que explicarse—. Lo que quiero decir es que una humillación tal podría despertar un rencor irremediable en vuestro hijo, además de menospreciarle frente  a los que en un futuro serán sus súbditos. Si es que seguís deseando que no se le ejecute…
El rey meditó unos instantes y Aguinaldo supo que había logrado desviar la atención de su rey hacia un terreno más seguro.
—¿Tú le cortarías la cabeza?
El capitán guardó silencio. No estaba seguro de cómo encarar la pregunta. Podía ser una petición de consejo, sobre cómo actuar en aquella situación; una pregunta personal para medir lo que el capitán estaba dispuesto a hacer por su rey; o también una prueba sobre hasta qué punto el terminar con aquella conspiración beneficiaba a Aguinaldo. De ser el último caso, la lealtad podía enmascarar la ambición.
—No soy yo el que debe decidir —respondió el capitán—. No tengo ese poder. Pero no es habitual en un rey dejar que quienes conspiran contra él sigan vivos. Claro que un rey sí tiene el poder de decidir lo que no es habitual —añadió—. Es lo que le hace diferente.
Sus palabras fueron escuchadas por el rey en silencio. Solo se escuchaban las ramas al ser agitadas por el viento. Wamba se pasó una mano por la barba y asintió a lo que fuera que estaba pensando.
—Tomaré una decisión más adelante —declaró—. Sigamos cazando.
El capitán siguió al rey mientras analizaba lo dicho. Wamba no estaba predispuesto a ejecutar a su primogénito, pero al menos ahora era una posibilidad abierta.
Aguinaldo sí deseaba ejecutarlo. El hijo del rey era un débil, y ningún reinado débil era duradero. Como capitán de la guardia su vida sería mucho más fácil con un rey fuerte que hiciera que sus amigos se lo pensaran dos veces antes de convertirse en sus enemigos.
Algo captó la atención del rey Wamba y se inclinó para examinar el suelo. Sus dedos hurgaron en la tierra y cuando los alzó estaban teñidos de rojo. Sangre.
—Te dije que le había dado a ese cerdo peludo —la voz del rey tenía tono de reproche.
Aguinaldo se fijó en la sangre. El rey era mal arquero. Y cuando la flecha desapareció entre los arbustos el capitán había supuesto que había fallado, como en anteriores ocasiones.
—Mis ojos me engañaron, majestad. Creí que habíais errado.
Acompañó sus palabras con una leve inclinación de cabeza. Wamba se incorporó y sus ojos siguieron el rastro del animal herido.
—Espero que tus oídos sean más fiables que tu vista —expuso—. Muchas vidas dependen de ellos.
Aquello molestó al capitán. Como si el rey insinuara que no se podía confiar en Aguinaldo en la ardua tarea de mantener al rey libre de amenazas o, peor aún, que creyera le estaba contando una mentira.
—Mis fuentes son tan seguras como que el sol se esconde cada noche.
—¿Y dónde se esconde? —inquirió el rey.
Aguinaldo apretó los dientes con furia. ¿Acaso el rey se estaba burlando de él? Aguinaldo sentía admiración por aquel rey que había sofocado rebeliones y sometido grandes regiones con sus ejércitos. Nunca lo había considerado tan estúpido como para enfurecer a quienes estaban de su lado.
—No es mi trabajo saberlo, majestad —se defendió el capitán—. Eso se lo dejo a los eruditos. Yo sé dónde se esconden los que quieren enterraros.
Wamba siguió rastreando al jabalí, ahora a paso ligero, pues el rastro del animal se había vuelto tan evidente que cualquiera podía seguirlo.
—Falta todavía mucho tiempo para que excaven mi tumba —declaró con orgullo el rey. Pero antes de finalizar la conversación con aquel tono gélido que tanto estaba disgustando al capitán rebajó el tono—. Gracias a ti, Aguinaldo, todavía falta más.
Aquel agradecimiento hizo que Aguinaldo se sintiera tan relajado como aliviado. Tal vez el rey solo había querido probar su temple, o tal vez él también meditaba sobre lo que se estaba diciendo y había concluido que había sido desconsiderado con su capitán.
Fuera como fuera, Aguinaldo se sintió apreciado.
El rey pareció perder el rastro y retrocedió algunos pasos tratando de recuperarlo. Su cara era la viva imagen de la excitación.
—He decidido que se celebrará un juicio —anunció el rey—. Respecto a mi hijo. Que tenga una oportunidad de defenderse. Igual la inminencia de la muerte le convierte en un hombre más sensato. 
Se movía frenéticamente cada vez que encontraba una gota de sangre.
—Una decisión justa. Después de todo, el crimen no ha llegado a cometerse —alegó Aguinaldo—. Pero recordad cuando se celebre que no habría habido juicio alguno si nadie se lo hubiera impedido.
El rey asintió. Sabía leer entrelíneas y algún día no muy lejano le agradecería al capitán los servicios prestados. Sus tierras lindaban con las del duque Sisebuto y en ellas había un molino que Aguinaldo codiciaba desde hace tiempo.
—¿Eso es sangre? —preguntó el capitán cuando vio una tonalidad oscura en el tronco de un haya.
Los dos hombres se aproximaron, a Aguinaldo le costó esfuerzo acuclillarse por el peso de la armadura.
El rey examinó las manchas en el tronco.
—Lo es. Ese jabalí anda cerca…—comentó con una sonrisa en la cara—. Y por cómo sangra no va a ir muy lejos.
Percibieron un ruido a su derecha y el rey alzó la lanza, dispuesto a clavársela al jabalí. Pero el ruido que escucharon no parecía propia de un jabalí. Sino de algún otro animal. Uno grande.
—Aguinaldo desenfundó la espada en un pestañeo y el rey dio un par de pasos hacia el arbusto. Un gesto temerario según el capitán.
—Majestad, ya sabéis lo que dicen de la curiosidad.
El rey sonrió a su capitán mientras acariciaba la punta de su lanza.
—No tengas miedo, capitán. Yo te protejo.
En cuanto dio un paso al frente Aguinaldo avanzó con rapidez tras él. Wamba apartó los arbustos con furia y lo que vio hizo que se lo congelara la sonrisa.
Finalmente el rey sí había encontrado una pieza más grande.
Aguinaldo no había visto nunca un oso. Pero estaba seguro de que no había oso en el reino más grande que aquel. Grande, de abundante pelaje oscuro y con sangre en la boca.
—¡Ese desgraciado se está comiendo el jabalí que yo he matado! —bramó el rey—. ¡Maldito sea ese bicho peludo!
—No alcéis la voz, majestad —aconsejó Aguinaldo—. Es un monstruo enorme.
No era necesario que Aguinaldo lo dijera para que el rey lo supiera. La bestia estaba destrozando al jabalí y buscaba las partes blandas para comérselas.
—Nunca he matado un oso —dijo el rey—. Dame el arco.
Mala idea, pensó el capitán. El oso estaba quieto, hubiera sido fácil acertarle, pero era demasiado grande para abatirlo a flechas.
—¿Estáis seguro de que queréis hacer eso? Es un riesgo innecesario.
—¡Dame eso! —exigió Wamba mientras reclamaba con insistencia el arco—. He salido a cazar jabalíes. Si no puedo volver con un cerdo volveré con un oso. ¡Y que todos lo vean! Arrestaremos a los nobles mientras celebramos mi hazaña —anunció con entusiasmo—. Dame el arco, capitán.
Aguinaldo le tendió el arco al rey y tomó la lanza mientras examinaba al gigantesco oso. No confiaba en las oportunidades que el rey tendría de abatirlo. Miró su propia espada y sopesó sus posibilidades con ella. Tampoco eran mejores.
—Solo quedan dos flechas —le recordó al rey.
—Solo necesito una.
El rey cogió la flecha y la colocó sobre la cuerda. El oso seguía quieto mientras el pulso de Aguinaldo se aceleraba. Rápidamente tensó el arco.
—Tomaos vuestro tiempo —le pidió el capitán.
Fue el instante más largo de su vida. El rey mantuvo el arco bien tenso y controló su respiración. Tenía los ojos fijos en la bestia, que seguía devorando al jabalí, ignorante de lo que se le venía encima.
El rey no falló. El oso no murió.
Un estruendoso rugido de dolor brotó de la sanguinaria boca del oso. La flecha se le había clavado profundamente en el cuello y el animal se dio zarpazos en ella hasta que la partió. Sus movimientos eran furiosos y sus ojos pronto encontraron a los dos hombres.
El oso avanzó hacia ellos a gran velocidad.
—¡La otra flecha! —ordenó el rey.
El capitán se la tendió mientras flexionaba las rodillas, dispuesto para cargar contra el oso. En ese momento sí que agradeció llevar puesta la armadura. Las garras del animal podían ser tan peligrosas como una espada. El rey tensó de nuevo el arco pero la flecha se perdió entre las hojas de los árboles.
—¡La lanza! —exclamó el rey—. ¡Dame la lanza!
Aguinaldo se la tendió al rey. Dio un paso al tiempo que el rey retrocedía otro. El oso estaba a menos de quince pasos.
El capitán había luchado contra muchos hombres; la mayoría estaban muertos. Pero no tenía ni idea de cómo enfrentarse a un oso. Aquella mole de carne se aproximaba a gran velocidad y Aguinaldo supo que si no se apartaba le arrollaría. Aguardó hasta el último momento antes de moverse dos pasos a la izquierda y descargar su espada sobre la espalda del oso que continuaba avanzando. La hoja se hundió con furia en la piel del animal y el capitán no fue capaz de mantenerla entre sus manos. El oso siguió avanzando y embistió al rey.
Tan brutal fue el golpe que Wamba salió despedido. El animal se alzó sobre sus patas traseras y Aguinaldo vio cómo la espada se desprendía del oso herido y caía al suelo. Antes de llegar a recuperarla el animal ya estaba sobre el rey, que no pudo esquivar el primer zarpazo. Ni el segundo.
Los agónicos gritos de dolor del monarca fueron silenciados por los del oso cuando Aguinaldo le clavó la espada en repetidas ocasiones. Un hombre no hubiera soportado semejantes heridas y para cuando el capitán logró dar muerte el rey se había convertido en una masa sanguinolenta carente de vida. Su lanza no le había servido de nada.
Un oso había matado al rey Wamba.
Increíble.
Lo que un grupo de nobles conjurados no hubiera conseguido debido al espionaje de Aguinaldo había sido llevado a cabo por una criatura salvaje y furiosa.
Todos los planes y contraplanes que habían trazado juntos desde antes de que se sentara en el trono habían quedado rotos por la temeridad del rey y la fuerza de una bestia.
Más allá de cómo afectara su ausencia a Aguinaldo aquello ponía al capitán de la guardia en una situación comprometida. Había una conjura en marcha contra el rey y ahora debía jugar con astucia sus cartas. Pronto Galtiva sería una ciudad llena de nobles dispuestos a reclamar honores del nuevo monarca. Fuera quien fuera.
El capitán debía pensar detenidamente quién sería el próximo rey.
El legítimo heredero del trono era la clase de hombre que no deseaba ver sentado en el trono. Débil y manejable. Sería fácil conservar su puesto y sus privilegios. Pero no tardarían en brotar conspiraciones. Y su reinado no duraría mucho.
Por otro lado, si no apoyaba al hijo de Wamba muchos podrían pensar que el capitán había estado implicado en la muerte del rey. Necesitaba el cadáver para probar que las heridas fueron hechas por un oso. Tal vez debiera hablar con Dalmiro. El hermano del rey era lo bastante inteligente para apreciar las habilidades de Aguinaldo.
—Decisiones, decisiones…—murmuró el capitán.
Un rey muerto por un oso no era algo que sucediera todos los días. Y no era una situación para la que Aguinaldo tuviera planeada una solución.
Tenía que pensar con rapidez.
Lo que tardara en encontrar al resto de la partida de caza era el tiempo que Aguinaldo tenía para decidir si apoyaría al hijo del rey en el trono o si optaría por conspirar para que otro ocupara su lugar. Era una decisión que no podía tomarse a la ligera.
Empezó a caminar lentamente.

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